“Cuando tengo mucha hambre, como un poquito de azúcar que me dan los vecinos, ahí la tengo guardada para calmarme.”
Santiago de Cuba (Laura Sarmiento Pérez / DDC) – La vida de Rosa Lazo Rodríguez, de 66 años, está enfocada en comer aunque sea una vez al día. Su pensión de 1.528 pesos no le alcanza ni para una semana, lo que la obliga a trabajar para sus vecinos. Ella busca gas y hace mandados por un «poquito de azúcar o de arroz. No pido nada —dice—, ellos me lo dan». Con la pérdida de la pensión de su esposo, fallecido hace cuatro meses, vio reducirse la cuota de la libreta de racionamiento y su capacidad adquisitiva. Pasar hambre es su cotidianidad.
Rosita, como la conocen en su barrio en Santiago de Cuba, vive sola. Sus tres hijos tienen familias que atender y les es difícil ayudarla. «A Madelaine se le está cayendo su casa, Ramoncito y Kike viven en Micro 9, lejos de aquí. Kike vende viandas y, a veces, cuando le queda algo, me da un fongo o algunas cositas así».
«Yo tengo un terrenito donde sembraba y criaba machos, pero ya nada se da. La siembra no crece y los cerdos se pasman porque la comida que antes era regalada ahora hay que comprarla. Además, todo se lo roban, no importa que la vianda esté nueva y el animal pequeño. Cuidando a mi marido, no podía quedarme allí. Ahora el conuquito no da para nada».
«Los mandados no se sabe cuándo llegan, estamos a mitad de mes y todavía no ha llegado el arroz, que es lo único que están dando, con azúcar. Por eso prefiero que me den comida y no dinero por los mandados que hago, con lo caro que está todo y el dinero que me pagan casi no puedo comprar nada. Una libra de arroz vale 200 pesos y por buscar un gas (una balita) pagan 100, por eso una latica de arroz o de azúcar es mejor para mí».
Rosita se jubiló hace siete años, después de 32 años de trabajo como cocinera de un círculo infantil. Le tocó entonces cuidar de su esposo que enfermó de Alzhaimer. «Él era combatiente de la Revolución y ni vinieron a verlo, ni un pamper o jabón me dieron por la Seguridad Social, nunca me dieron nada».
Muestra su apartamento destruido por la humedad de las filtraciones. Paredes negras y techo desconchado con las cabillas expuestas. En el cuarto, una cama destruida, con el colchón podrido por los orines del difunto esposo. Ella continúa durmiendo allí. «¿Con qué plata compro un colchón?», dice. «No hay plata para arreglar, aquí lo que hay es que comer para sobrevivir, mira la hora que es y hoy no he comido nada, el pan no ha llegado».
«Durante la enfermedad de mi marido los vecinos me ayudaban, me daban un poquito de azúcar y de arroz, y me daban pozuelos de comida», recuerda.
Vivir con la pensión mínima condena a Rosita. «Yo hice una reclamación en la Seguridad Social después de la muerte de mi marido para ver si me daban su pensión también. Estoy esperando respuesta. Si me la dan, serían más de 3.000 pesos con los que por lo menos comería mejor», dice.
«Nunca he recibido ayuda de los trabajadores sociales. La única vez que fui a verlos fue cuando mi marido estaba enfermo, postrado, porque los vecinos me dijeron que podían darme jabones y cosas de aseo, y la trabajadora social del área me dijo que nada de lo que se daba le tocaba. Y la única vez que vino fue el mismo día que se murió, vino a verlo, y ni siquiera dio las condolencias, vino para quitarle la chequera. De nada le sirvió ser combatiente, nunca le dieron nada», lamenta.
El día a día de Rosa es una lucha contra el hambre. «Yo solo consumo lo que viene a la bodega, no puedo comprar nada de comida en la calle. Cuando tengo mucha hambre, como un poquito de azúcar de la que me dan los vecinos, ahí la tengo guardada para calmarme».