Siempre tuvo una guerra que librar. El destructor en Jefe. El chapucero mayor. El máximo líder de un proyecto fallido.
Pittsburgh (Sindical Press) – El 13 de agosto hubiera cumplido 98 años el hombre que asumió el poder en Cuba en enero de 1959 con apenas tres décadas de existencia, y no lo soltó hasta que los achaques de la vejez comenzaron a asediarlo hasta convertirlo en un alicaído anciano que apenas podía sostenerse en pie.
Murió un 25 de noviembre de 2016 “con las botas puestas”. Ciertamente, se fue de este mundo con las mismas ideas que lo caracterizaron desde que era un adolescente, siempre buscando el protagonismo y la intriga como fuentes de placer. Fue un ególatra de manual, un émulo de Maquiavelo que nunca le tembló la mano a la hora de quitarse del medio a sus críticos, metiéndolos en la cárcel por años o mediante el asesinato con y sin protocolos.
Siempre tuvo una guerra que librar, bien dentro de las fronteras de su feudo insular o allende los mares, preferiblemente a escasas 90 millas al norte de sus puestos de mandos, ubicados en algunas de sus fastuosas mansiones y alternativamente en el Palacio de Revolución, construido en 1943, bajo la presidencia de Carlos Prío Socarrás, para ser la sede del Tribunal Supremo y de la Fiscalía General. Fue sin lugar a dudas su principal bunker, desde donde emitía órdenes a diestra y siniestra a sus leales servidores en los ministerios, las fuerzas armadas y el Ministerio del Interior, para consolidar una trayectoria de tintes épicos que a la postre resultó ser un itinerario ajeno a la coherencia y al sentido común, que culminó con el desastre socioeconómico actual, anexo a un daño antropológico que afecta a cuatro generaciones.
En su legado solo es posible encontrar reveses que, a golpe de verborrea pura y dura, quiso convertir en victorias, sin conseguirlo. Fidel es el padre de la miseria y el racionamiento, el sepulturero de las libertades, el falso mesías que construyó un multimillonario patrimonio a expensas de un pueblo que encandiló con los fulgores de cientos de promesas y sus artificiosas poses redentoras.
La ley emanaba de su dedo índice, nada que ver con un marco constitucional sustentado por personas versadas en éste y otros asuntos de raigal importancia para el desarrollo del país.
De ahí, el desabastecimiento perpetuo, los irrisorios niveles productividad y eficiencia en la industria y en el campo, la marginalidad como forma de vida, la debacle de la educación y la salud pública y un largo prontuario de calamidades que podrían haberse evitado con un gobernante abierto al consenso y a una visión realista de cómo dirigir un país, más allá de personalismos y bajas pasiones.
Lejos de sumar e inspirar, el paso de Fidel por la historia nacional debería ser cuestionado sin titubeos.
Su antinorteamericanismo, política que aún prevalece, fue una coartada para ocultar las fallas del modelo económico de control y planificación, además de constituir una fuente inagotable de legitimidad. No hay que verlo como un mero capricho, es sencilla y llanamente parte de un diseño, arteramente pensado, para erigir y consolidar una tiranía. El enemigo externo ha sido el elemento alrededor del cual se justifica el rancio unipartidismo y la economía de guerra, asistida en su momento por la ex Unión Soviética y sus satélites de la Europa del Este.
En los tiempos que corren, sobran razones que justifican estos puntos de vista. Nunca más atinado reiterar que la lamentable situación de Cuba se debe al mandato de Fidel, y por supuesto, a la continuidad de sus disparatadas estrategias.
Mientras la prensa oficial lo ensalza como si fuera una deidad, el país se cae a pedazos. El hambre campea por cada rincón sin que se prevea un alivio. Las cárceles continúan tan llenas como siempre y el deseo de escapar de lo que literalmente es hoy un infierno cada vez más dantesco, se torna en una idea tallada a cincel sobre las neuronas.
Es larga la lista de los culpables de esa desgracia. Fidel tiene la primacía. El destino satisfizo, con creces, la fatal arrogancia de ser el primero. Fue el destructor en Jefe. El chapucero mayor. El máximo líder de un proyecto fallido.