La Habana, Cuba | Cuba Sindical Press – Tomar un taxi en La Habana es como sacarse la lotería. Nada que ver con ese sencillo gesto de estirar la mano, posicionado en el borde de la acera, con la certeza de un viaje, más o menos rápido, hacia el lugar deseado en uno de los llamados almendrones (autos de los años 50) o en un ómnibus rutero por el que se paga una tarifa un poco más alta que la establecida para el transporte estatal a cambio de ir sentado y tal vez con aire acondicionado.
La alternativa, ante lo que parece un boicot, es trasladarse a pie o resignarse a viajar en una guagua atestada de personas, probablemente colgado en una de sus puertas, si es que el chofer decide parar.
He decidido usar la palabra boicot, debido a la inútil tarea de abordar un transporte en el área metropolitana.
Los autos que pasan totalmente vacíos o con asientos desocupados siguen de largo, o bien el chofer nunca se dirige al destino señalado por el cliente.
La agudización de la crisis en el sector obedece, en parte, al reforzamiento de las regulaciones y controles emitidos por las instituciones afines, hacia los transportistas privados.
Ante la inminencia de un nuevo paquete de normativas a entrar en vigor el próximo 8 de octubre, la situación pudiera agravarse aún más, lo que requeriría una marcha atrás a lo dispuesto por el Ministerio de Transporte.
No obstante, al sopesar la proverbial tozudez de gobierno, es muy probable que este recurra a la implantación de medidas represivas y ejemplarizantes con el fin de obligar al acatamiento pleno de las ordenanzas.
En fin, que la necesidad de una urgente solución a un problema que impacta de manera frontal en la eficiencia y productividad, ya de por sí afectadas por otras medidas, no menos contraproducentes, tomadas al calor de la remodelación del modelo socialista que sigue anclado en la vigencia del centralismo económico y la unanimidad de la sociedad en torno a las directivas del poder, seguirá postergándose por tiempo indefinido.
El ordenamiento que se busca imponer en aras de mejorar los servicios, en este caso, uno de los más relevantes, conduce inexorablemente a ampliar las fronteras del desorden.
Continuar dirigiendo el país a golpe de decretos y con mentalidad feudal, en pleno siglo XXI, es un despropósito que lamentablemente no parece tener fin.
El optimismo manifestado, hace unos días, por la viceministra del Transporte, Marta Oramas Rivero, en lo tocante a los resultados de la iniciativa que en la práctica contribuiría a atenuar las dificultades para trasladarse sobre ruedas de un lugar a otro de la urbe capitalina, puede que sea una pose para enmascarar una tomadura de pelo o quién sabe si una creencia legítima, pero viciada de origen por la terquedad y el idealismo cuartelero que prima a nivel institucional.
“El objetivo principal de este proceso es buscar un equilibrio entre los intereses del pueblo, los intereses de los transportistas que deseen participar y los intereses del Estado”, declaró la funcionaria al semanario Trabajadores.
Ciertamente, en la búsqueda de esos equilibrios llevamos más de medio siglo y al final la cuerda termina quebrándose por el lado más débil.
Dicho sin rodeos, las nefastas consecuencias de cada experimento como el que comenzará a implementarse en breve, las sufre el cubano de a pie.
Tomar un taxi es hoy casi imposible, después de octubre puede ser una ilusión como el tesoro que aparece en la plenitud de la noche empotrado en los resquicios de un sueño.
No todo está perdido en esas agobiantes esperas bajo un sol que raja las piedras.
El viaje en taxi hay que hacerlo, sin escalas, del punto de recogida hasta la puerta de la casa pagando 5 cuc (7 dólares), casi la mitad del salario promedio.
La corrupción, es uno de los fenómenos que más prosperan con las medidas regulatorias.
De acuerdo a la experiencia cubana, tanto los llamados al orden como los esfuerzos para alcanzarlo culminan en las antípodas.
El desbarajuste no tiene para cuándo acabar. Se multiplica entre los éxitos y las esperanzas que acostumbra publicitar, en sus páginas, la prensa al servicio del Estado-partido.