La Habana, Cuba | Cuba Sindical Press – Al divisar la imponente escultura del Cristo de La Habana que domina desde una colina la ciudad, su corazón parecía volar. Jubiloso, aferrado a la proa del barco que surcaba la bahía, flanqueado por El Castillo del Morro y La Fortaleza de la Cabaña, se sentía como su admirado Napoleón, vitoreado al cruzar el Arco de Triunfo de París, luego de vencer en La batalla de Austerlitz.
Pero su victoria no era sobre dos emperadores, sino contra la sardina y el jurel en meses de intensas faenas de pesca en altamar, luchando día y noche entre las fuertes y gigantescas olas, el frío y las insolencias de un capitán que les exigía cumplir el plan de captura en las zonas gélidas de Canadá, a como diera lugar. No había tregua, pero sí un dólar diario y la posibilidad de viajar.
Su Arco de Triunfo no fue el recorrido por El Corzo en París, era el Muelle de Luz, en La Habana, donde lo aguardaban, entre la multitud agolpada contra el muro del malecón de la Avenida del puerto, familiares y vecinos que agitaban pañuelos y gritaban su nombre hacia la inmensidad del mar y de la noche que, al chocar con las olas, a él le parecía susurrar en un eco: Juan…Juan…Juan…
Los trofeos de guerra después de seis meses de campaña victoriosa en nombre del partido, la revolución y Fidel, no eran territorios ni honores, sino alrededor de 180 dólares, una reproductora de música, un reloj, algunas prendas de vestir, unas latas de alimentos en conservas, dos litros de aceite de Oliva, algunas manzanas, chicles, espejuelos de sol, turrones y botellas de ron compradas en baratillos y mercados de Terranova, Madrid o Estambul, para él y sus más cercanos familiares.
El resto del botín de guerra lo conformaba un lápiz labial para Carolina o Margot, un paquete de cuchillas de afeitar Gillet y una camisa Manhattan (estampada) para Miguel, su compañero de juego de dominó en los festejos por su arribo a Cuba. Además, un semanario de blúmeres para su esposa Inés, y muchos abrazos y promesas de “te toca en el próximo viaje” para quienes lo aguardaban con alborozo en el muelle, como quien espera a un rey o, al menos, a un triunfador.
Las heridas de guerra las curaba con aguardiente, Rumba y Salsa después de cada borrachera en el Salón Rosado de La Tropical o en la cervecera de La Piragua habanera. A saber: la fractura de un dedo golpeado con una herramienta en el pañol, un herpes genital contraído en un Puticlub de Madrid en noche de farra con una despampanante negra senegalesa, el complejo de culpa por delatar a un compañero de tripulación que usaba en un pulóver la bandera norteamericana, y la perenne y humillante condición de esclavitud que les señalaban los marineros de otras naciones.
Pero su Waterloo no fue en alta mar. Le llegó en tierra, con la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS y sus países saltelitales de la Europa del Este. El ruido y los escombros del muro desmantelaron la flota, enviaron a tierra las tripulaciones y condenaron al desguace y la herrumbre aquellas embarcaciones que eran su orgullo, la única forma que encontró para ser tomado en cuenta en Cuba: “Negro, la revolución te hizo persona”, le decían como un estribillo.
“La revolución no abandona a nadie”, se dijo, y menos a un militante del Partido.
Estremecido aún por el sacudón del cambio, se aferró a la calma y la esperanza que siembra en sus seguidores las promesas del “victorioso socialismo”. Veinte años de entrega al mar y al Partido no podían ser lanzados por la borda de un día para otro. Pero los días y los meses pasaban y el cuento era el mismo: “Vuelva mañana para ver si lo podemos enrolar en la tripulación de un barco extranjero”.
Ya en el año 1993, cansado de viajar, no a España ni Canadá, sino a los departamentos de personal y economía de la flota pesquera de Cuba; harto de reunirse con dirigentes y núcleos del partido; cansado de reclamar, al menos, lo que le debían de las últimas dos campañas, comenzó a perder libras y amigos. Su esposa, el hijastro, los cuñados y el suegro lo empezaron a mirar –en la casa donde ayer era el amo y señor de la pachanga y la pacotilla– como a un simple advenedizo.
Sólo dos marineros, militantes del partido como él, aún esperanzados en la justeza de la revolución, aceptaron uncirse como bueyes a una bazuca para eliminar con humo roedores y mosquitos, por cuarterías inundadas de aguas albañales y edificios en ruina, no en Terranova, Madrid ni Estambul, sino en los barrios marginales de Los Sitios, San Isidro y Las alturas de Atarés.
Hoy, veintiséis años después de su Waterloo naval, jubilado, con una pensión de 300 pesos cubanos, solo en casa, con apenas 70 de los 105 kilos de peso que llenaron su estatura de seis pies y tres pulgadas, operado de hernia y de glaucoma, con las secuelas físicas que le dejó ser atropellado por una moto en días recientes, Juan todavía teme entregar el carné del Partido.
Semiciego, sin nadie que venga a visitarlo, se sienta solo en una especie de muro de las lamentaciones frente al edificio donde habita un cuarto tomado por las cucarachas y las ratas, a maldecir a la revolución, en privado, y a rememorar aquellas noches de júbilo y ron en el muelle de Luz, cuando los vecinos que hoy pasan a su lado y fingen no reconocerlo coreaban Juan… Juan… | Vdomínguezgarcía4@gmail.com