La imagen de este activista prodemocrático debe quedar grabada para siempre en el imaginario de un pueblo tomado como rehén.
NEVADA | Cuba Sindical Press – Basta detenerse un par de segundos en una foto del prisionero político, Pablo Moya Delá, tras ser devuelto a su casa desde la prisión de Boniato, para confirmar la naturaleza criminal de la dictadura cubana.
En menos de un año, a este miembro de la Unión Patriótica de Cuba (UNPACU), quien se desempeñaba como cuentapropista en la ciudad de Santiago de Cuba, lo han despojado de la vitalidad que manifestaba en cada pronunciamiento contra las multas arbitrarias, el desabastecimiento de productos de primera necesidad y el constante acoso al que era sometido por las fuerzas represivas.
Su imagen supera con creces cualquier explicación en torno a su calvario desde que tomó la decisión de revelarse contra lo mal hecho y exponer sin medias tintas la necesidad de una reestructuración económica y política.
La perturbadora languidez nos retrotrae al Auschwitz con sus montones de hombres muertos en vida arrastrando sus osamentas apenas cubiertas por una piel colgante y saturada de pliegues.
Pablo Moya nos recuerda esos tristes pasajes de la historia, donde la bestialidad humana hace trizas los límites de la razón.
Su maltratada fisonomía anuncia lo peor, para su familia, sus compatriotas y toda persona que tenga un mínimo de pureza en sus sentimientos.
Se trata de hombre físicamente aplastado entre las ruedas dentadas del odio y el fundamentalismo ideológico de un régimen que se niega a aceptar la convivencia pacífica entre personas que no piensan igual sobre un determinismo político basado en falsas premisas y puntuales manipulaciones.
Sus victimarios se valieron de una de las tretas para sacar de circulación a los opositores más incómodos. En este caso fue el impago de multas, delito por el que el tribunal le impuso una pena de 3 años de cárcel.
En octubre del pasado año comenzó la aniquilación sádica de este hombre de 66 años, cuando entró a la prisión de Aguadores para poco después ser traslado a la de Boniato, con la supuesta finalidad de recibir mejor atención médica a sus problemas de salud.
Allí fue golpeado por varios de los criminales comunes que trabajan para la policía, de acuerdo a testimonios ofrecidos por su hijo. Tampoco sus enfermedades fueron tratadas con la debida profesionalidad.
Ante la espiral de abusos y abandonos, tuvo que recurrir a la huelga de hambre como herramienta de protesta. Los 40 días de inanición voluntaria y el contagio con la COVID-19 le acarrearon consecuencias, tal vez irreversibles, a juzgar por el endeble estado físico que muestran las fotografías tomadas en su casa después de recibir la licencia extrapenal.
La imagen de este activista prodemocrático debe quedar grabada para siempre en el imaginario de un pueblo tomado como rehén por una gavilla de delincuentes vestidos con los atuendos de la falsa humildad y el aparente, y no menos utópico compromiso, de expandir la felicidad plena para todos.
Lamentablemente no es el primero ni será el último en este largo periplo hacia la libertad que sufre los efectos de una élite empoderada a través del miedo y el asesinato en sus múltiples variables.
De una u otra manera, la mayoría de quienes viven en la Isla mueren a plazos entre el filo de las vicisitudes diarias y los temores que se encargan de amplificar miles de policías y chivatos.
Moya Delá es otro de los tantos héroes que no callan sus desilusiones ante un sistema agotado e incapaz de generar esperanzas tangibles en un futuro mejor.
Tal vez no sobreviva a los padecimientos provocados por sus verdugos, pero su valor y entrega a la causa de la emancipación del yugo totalitario serán recordados, entre el amplio inventario de hombres y mujeres que no vacilaron en dar el paso al frente sin detenerse a contar los peligros.