Hasta ahora, la fórmula para detener la capacidad destructiva del sistema que se acerca a su 58 aniversario no aparece.
Jorge Olivera Castillo | CAMBRIDGE (www.cubasindical.org) – El modelo creado a punta de pistola, toletazos a granel, delaciones, consignas patrioteras, marchas de reafirmación revolucionaria, racionamientos y éxitos de hojalata vendidos en el mercado internacional como joyas de altos quilates sigue en pie, pese a la desaparición de su principal gestor.
La muerte de Fidel pasó inadvertida más allá de las plañideras, el funeral de tintes faraónicos y los regocijos discretos al interior de la isla y desbordantes en el exilio. Inadvertida en el sentido de que su ausencia apenas ha impactado en las características de un modo de vivir atado a las penurias y los miedos en todas las variantes posibles.
La miseria tiende a acentuarse y la represión contra los protagonistas de acciones contestatarias va cuesta arriba. Hasta ahora, la fórmula para detener la capacidad destructiva del sistema que se acerca a su 58 aniversario no aparece por ningún lado.
Para colmo, la imposibilidad de articular un movimiento opositor de gran arraigo popular a causa del proceder arbitrario y despiadado de la policía política, unido a los fallidos esfuerzos de estructurar consensos en la búsqueda de unidad en el sentido minimalista del término, desembocan en un debilitamiento que de alguna manera explica el distanciamiento de muchos gobiernos y su renuencia a legitimar esas iniciativas de innegable coraje, pero limitadas al ámbito de lo testimonial.
El mundo –y podrían exponerse varias evidencias– ha apostado por el reacomodo con una de las dictaduras más longevas de la historia contemporánea.
Un breve análisis del asunto nos remite al uso de los códigos de la realpolitik.
Basta pensar en el levantamiento de la Posición Común por parte de la Unión Europa, con la subsiguiente normalización de las relaciones entre el bloque comunitario y el gobierno comunista, el entusiasta abrazo regional sellado con la presencia de Raúl Castro en la pasada Cumbre de las Américas, la reelección de Cuba en el Consejo de Derechos Humanos, el apoyo sin medias tintas del Vaticano y el homenaje a Fidel en la Asamblea General de las Naciones Unidas, tras su fallecimiento.
Al prontuario de hechos, habría que agregar el deshielo pactado con la saliente administración demócrata.
El saldo de esa transacción, la cual culminó con la apertura de embajadas y nuevas concesiones que fundamentalmente han nutrido las deprimidas arcas gubernamentales, define la apuesta por ayudar a una pausada y zigzagueante transición, en detrimento de los derechos fundamentales.
El eje de esos reacomodos es el comercio y otros acuerdos basados en intereses de Estado que de ninguna manera garantizan un tránsito a la democracia.
Algunos analistas han expresado que el proceso podría consumir unos diez años. Esto en lo tocante al despegue y consolidación de las transformaciones económicas. En cuanto al escenario político, abundan las reservas y los enigma.
¿Un autoritarismo light? ¿Un partido comunista que procede a un parcial descongelamiento de sus estructuras, favoreciendo la vertebración de corrientes de opinión menos ortodoxas? ¿Una oposición creada con el objetivo de legitimar el viejo andamiaje del poder?
Son muchas las interrogantes ante la acumulación de incertidumbres.
Las probabilidades de que Trump se desmarque tajantemente de un plan que le concede tiempo a la dictadura para su reconversión a largo plazo, no deberían ser muy altas.
Al final tendrá que atenerse a las decisiones que tome el establishment. Cortar de raíz los pasos dados por Obama, o sea, llevar la relación a cero, es una aspiración poco realista.
Hay que detenerse en las complejidades de la geopolítica y los intereses nacionales como superpotencia para no alejarse demasiado de la racionalidad de los pronósticos. La llamada oposición tradicional, de la cual formo parte, está llamada a saltarse los muros del idealismo y a repensar las estrategias ante los retos que se avecinan.
A tono con este punto, sería útil dejar a un lado la intención de articular una masa crítica que tome las calles y provoque la rendición de la élite y sus secuaces. En un país, donde existe al menos un informante de la policía cada 15 personas, esta opción queda como una broma de mal gusto. La eficacia de la maquinaria represiva es un hecho sin discusión.
Por otro lado, los militares controlan el 80 por ciento de la economía, y a mediano plazo no les quedará otro remedio que multiplicar sus pactos con el capital transnacional para evitar el colapso.
Esa asociación trae pésimos augurios. La democracia no suele ser uno de sus frutos y en caso de que los diera, puede que nazcan podridos, como en Viet Nam.