La ley se concibe para restringir la actividad de los individuos, asignándoles un rol secundario al monopolio privado del gobierno.
La Habana | Rafaela Cruz (DDC) – Que Cuba es un país sui generis es algo que no necesita demostración. No obstante, quienes no han perdido esa capacidad de asombro que según Jostein Gardner tienen los niños y los filósofos, aún se quedan pasmados con «las cosas de Cuba». El pasado 6 de agosto, el Consejo de Estado aprobó el Decreto-Ley sobre las Micro, Pequeñas y Medianas Empresas (MIPYMES). ¿Y qué tiene esto de asombroso?, podría preguntar alguien no familiarizado con las «particularidades» de la Isla. A fin de cuentas, la inmensa mayoría de los países del mundo legislan sobre MIPYMES.
Cierto, en todas partes hay leyes de MIPYMES, pero, aunque la ley cubana tenga el mismo nombre que sus homólogas foráneas, es realmente diferente. Mientras que en el resto del mundo estas leyes surgen para favorecer a las MIPYMES y ayudarles a crecer, en Cuba aparecen para limitarlas y controlarlas. Pues según Raúl Castro, no se puede permitir que «la codicia y el afán de mayores ingresos de algunos… inicie un proceso de privatización».
Lo normal fuera de la Isla es un ambiente de libertad donde el Gobierno se debe al pueblo y solo se prohíbe lo que la sociedad, mediante sus instituciones representativas, determina. Así, las leyes de MIPYMES protegen a estas empresas —que suelen superar el 75% del tejido empresarial— en su competencia con las grandes compañías, que debido a su gran tamaño, reducen costes de transacción y tienen ventajas para obtener financiamiento, acceder a tecnología o introducir productos al mercado.
Lo normal dentro de Cuba, en cambio, es un ambiente de no-libertad definido por unos gobernantes que solo se deben a sí mismos, y que, de facto, prohíben todo lo que no autorizan expresamente.
Aquí, la Ley de MIPYMES —aprobada por necesidad y no porque el Gobierno respete la libertad de empresa— se concibe para restringir la actividad de los individuos, asignándoles constitucionalmente —Artículo 50— un rol secundario y complementario a las grandes empresas, que siguen siendo monopolios privados propiedad del Gobierno.
Para Raúl Castro esta supeditación de lo privado a lo estatal se justifica en que «hay límites que no podemos rebasar porque las consecuencias serían irreversibles y conducirían … a la destrucción misma del socialismo». Es claro que para el castrismo, el «socialismo» es más importante que la prosperidad del pueblo, por eso lo instituye como bien supremo, convirtiendo en objetivo lo que debería ser un medio.
Lo anterior se comprueba en varios puntos, que también demuestran qué ley podían hacer y, sin embargo, no hicieron.
Comencemos viéndolo por cómo se articula el límite superior que define lo que es una mediana empresa en cuanto a número de empleados, que es como lo plantea la novedosa ley cubana.
En la Unión Europea (UE) las medianas empresas llegan hasta 250 empleados; en el Mercosur serían de 200 empleados; y en Japón, donde las MIPYMES son el 99,7% de sus más de cuatro millones de sociedades mercantiles, llegan hasta 300 integrantes.
Para Cuba, se ha reducido este límite a 100, lo que ya es un modo de minimizar el peso de estas personas jurídicas dentro de la economía, pero, además —y esta es la mayor diferencia con el resto del mundo—, ese límite no es solo un convenio jurídico para amparar a los ahí incluidos, sino, un tope real que la ley impide superar. Los cubanos no podrán crear empresas superiores a 100 empleados, aunque el mercado lo demande.
Otro corsé puesto a las PYMES cubanas es su acceso internacional. Mientras una MIPYME uruguaya o canadiense tiene como único límite para integrarse al mercado mundial su propia competitividad, las cubanas tendrán que pasar por el filtro de las monopólicas empresas exportadoras e importadoras estatales, únicas con autorización para conectar la economía de la Isla con la economía global.
Un punto diferencial relevante está en qué persona jurídica pueden constituir las MIPYMES. Fuera de Cuba, pueden optar por ser Sociedad Anónima (S.A.) o Sociedad Limitada (S.L. o S.R.L.), en Cuba no hay opción, todas las MYPIMES serán Sociedades de Responsabilidad Limitada.
La razón para que no existan las S.A., es que el Gobierno no quiere sociedades privadas por acciones, para limitar así la participación de los individuos en diferentes emprendimientos, a la vez que torpedea las posibilidades de estas empresas para crecer captando nuevos inversores.
Aunque no se ha especificado aún el régimen fiscal, durante el VIII Congreso del PCC el ministro de Economía enfatizó que las medidas para evitar que las MIPYMES progresen no estarán solamente «en la escala de ocupados, sino en la política tributaria, en cómo se redistribuye eso por la vía de los impuestos«. Nada que agregar.
Y para terminar de evacuar toda duda sobre el rol de «palo en la rueda» y no de estímulo de la Ley de MIPYMES cubanas, en un reciente informe el primer ministro Marrero advirtió que estas «inicialmente no incursionarán en algunas actividades profesionales, incluyendo las que sí pueden realizar trabajadores por cuenta propia«. En fin, límites por todas partes.
Esta Ley de MIPYMES es buen ejemplo de ese raro Frankenstein en que el Gobierno está haciendo mutar la economía nacional. El nuevo sistema abandona el igualitarismo basado en la redistribución de la renta nacional que caracterizó al castrismo y, progresivamente, se desentiende de aquellos cubanos que no participan como trabajadores en el «sector estatal», que es cada vez más un sector capitalista de propiedad privada del Gobierno. De un Gobierno que utiliza su monopolio de la ley para adecuar la sociedad a su conveniencia, boicoteando cualquier posibilidad de competencia por parte del sector privado.
El castrismo es consciente de que su estatus depende de la no existencia de un estamento social económicamente independiente que sea caldo de cultivo para el resurgimiento de una sociedad civil cubana con aspiraciones políticas propias. De ahí que, aunque sus leyes se proclamen con el mismo nombre usado en otros países, el objetivo no sea favorecer la prosperidad de la nación, sino legislar a favor de la pobreza.